miércoles, 26 de noviembre de 2008

Recuerdos enjuagados

Había aceptado ir porque me estaba muriendo de hambre. Pero no en el sentido figurativo... realmente me estaba muriendo de hambre. Mi casa la había heredado, y a duras penas, con alguna que otra changa me las arreglaba para pagar las cuentas y comprar algo para hincar el diente. El Chicho, un gordo mantenido y gatero me había pasado el dato, y con más para ganar que para perder me decidí agarrar viaje para ver qué onda.

Me levanté temprano y me tome un café en saquitos, usado de la noche anterior. Las tripas me rogaban en lenguajes incomprensibles que me amolde a la cama. El hambre y dormir son malos amigos, donde está uno no está el otro.

Ya en la calle me di cuenta que hacía frío, que una remera manga larga no engañaba a nadie, y que un castañeteo, mas de hambre que de otra cosa era lo único que hacía ruido esa mañana llena de neblinas con tonos premeditados.

Escondiendo mis hombros me gusta imaginar que si cierro los ojos el frío se va a ir, pero es una idea tan estúpida como estúpidas son mis haraganas ganas de volverme a buscar una campera. Ya estaba en la parada.

- Qué frío que hace, ¿no? - Dijo un uniformado, y al tiempo que mi boca escurría una sonrisa condescendiente, me percataba de su presencia hasta unos segundos atrás inexistente.

Por un segundo me pongo a pensar, ¿porqué es que la gente habla del clima para cortar esos silencios incómodos? ¿No se dan cuenta que al hablar del clima en particular hacen que el silencio incomodo se convierta en una charla insípida, molesta y aun así... incómoda? ¿Por qué no hablar de perros, o de comidas... o de café?

- Sí, pero se aguanta - Mentí sin mirarlo a los ojos... mentí con los ojos cerrados.

El colectivo no se hizo esperar, para suerte mía y para desgracia de la incomodidad, y me senté en un vacío y ruidoso Mercedes Benz. Las vueltas y vueltas de aquél coche revolvían mis tripas y me mareaban. ¿Me mareaba el colectivo o el hambre? ¿O la idea de hacia donde me dirigía? No lo había pensado hasta ese momento. En un arrebato de lucidez pensé en otra cosa y lo que más a mano tuvo mi cabeza para manotear fue el recuerdo de un perro que había tenido de chico.

Me adormité unos segundos y el colectivo cada vez rozaba edificios más y más altos, y la zona céntrica me daba la alerta de lo cerca que estaba de llegar, y lo lejos que había quedado mi tranquilidad.

Me bajé a en la Colón, y unas cuadras después me topaba con este viejo edificio de la calle San Jerónimo. Un viejo cartel le daba el nombre y leerlo me apagó las ganas de trabajar. Un señor gordo estaba en la puerta y casi que no notó mi presencia.

- Disculpe... ¿señor? - Tiritaron las palabras mas que mis nervios - Vengo por...
- ... vos sos el pibe que mando el Chicho, ¿no? - Interrumpió con acento bien cordobés - Vení seguime.

No dije más, y me escudé en el señor gordo, y mientras lo seguía por un interminable pasillo, irremediablemente me lo imaginaba en alguna tribuna de la cancha de Belgrano y el escenario no le podía quedar mejor. Sonreí por dentro por primera vez.

El edificio era más viejo de lo que aparentaba, y por dentro unas grietas vaticinaban un derrumbe si bien no estructural, melancólico y aletargado por algunos parches de yeso resquebrajados. El aire se hacía más y más pesado a medida que uno se animaba a encerrarse más en la estructura, y hasta la luz de un sol demorado por el cambio de hora de verano parecía inclinarse en columnas y dormirse en tirantes llenos de telarañas. Tan analítico estaba que cuando el señor gordo hincha de belgrano se detuvo toscamente tuve que esforzarme por no chocarlo. Me señaló un pasillo torpemente alumbrado por una lamparita sucia y me dijo que golpeara la puerta de la derecha preguntando por Rodríguez.

Se me quedó mirando un rato y cuando yo iba a la mitad del pasillo me llamo:

- Pibe, no es por ser bosta pero para mí que no quedas...

Y con tan corta oración se las ingenió para estrujarme el estómago tanto que hasta sentí que mi espalda se encorvaba. Me sentí mareado.

Llegando a la puerta y golpeando levemente salió un señor de bigote, como de una novela italiana vieja, y no tuve que preguntar por el señor Rodríguez porque las cejas de aquel canoso de 60 me dijeron que ése era el señor Rodríguez. No sé porqué, pero tenía cara de señor Rodríguez.

- Señor Rodríguez, vine por... - El tano que no era tan tano se había pegado la vuelta y me había ignorado aún más que el señor gordo, haciendomé sentir como un perfecto fantasma.

- ¿Te vas a quedar ahí todo el día? Pasá pibe, ya se para qué viniste... mira es fácil, o podés o no podés. Este laburo es así, no hay grises. Los que pueden, pueden de entrada, los que no, vienen y se van. - Dijo con una bola de cigarrillos en la voz que tiraba unos graves tan en clave de Fa que costaban traducirlos.

Yo lo miraba nervioso pero el silencio me dictaba las palabras más inteligentes y ubicadas para dicho momento.

- Mirá sin más vueltas, pasá por esta pieza, ahí tenemos una piba... llegó ayer, laburaba en la calle ¿viste? Me resulta raro que no haya venido ningún fiolo a romper las pelotas. Se ve que la flaca laburaba sola, y terminó acá. Pasá y hacé lo que viniste a hacer.

Crucé una puerta de madera húmeda, y el corazón trotaba una maratón de varios latidos por segundo. Seguía mareado.

Una luz delicada, ajena a todo ese edificio, ajena a todo el lúgubre escenario, se animaba apenas a posarse en un delicado cuerpo femenino, completamente desnudo y boca arriba. Los ojos cerrados y la boca entreabierta. El sol en su piel hasta tenía un tono diferente. Entre un pálido rosa y un blanco mortecino. La boca se me secó y el corazón ya no era mío, sino de alguien más. Podía escucharlo latir pero no podía sentirlo dentro de mí.

Me quedé parado unos segundos en silencio completo y en cambio mi mente me traía recuerdos inútiles. Era ella, no podía ser otra.

Solo por asegurarme, me acerqué sigiloso y me di cuenta de su lunar en el pómulo derecho, sus rulitos de cuentos para dormir, su boca tan chiquita... era Sofía, mi Sofía... mi primer y más puro amor de primaria.

Y todo me daba vueltas, y entre silenciosas lágrimas mis recuerdos se paseaban por mis ojos y se humedecían, se caían a mis cachetes, a mi boca, se desparramaban por el piso, y en un mosaico me veía tomando la leche con Sofi, mirando la tele, y en otro mosaico estaba yo y ella caminando a la salida del colegio... Sollozé, y entonces inocentemente ahogue mi boca con mi mano para no despertarla, y ese acto solo consiguió que ese recuerdo de ella regalándome un chocolatín para mi cumpleaños se estrelle con fuerzas en una grieta del piso. Me quedé un rato así, y después me terminé de secar mi primer beso con ella con una mano, y la primera vez que me dijo "te amo" con la otra mano. Me di tiempo a que no se note que había llorado y salí.

Rodríguez reía con mueca de triunfo. Con ganas me dijo en un grave muy lento:

- Yo me imaginaba que no ibas a quedar, esto de tener que venir a ponerle la ropa a los muertos no es un laburo para cualquiera. ¿Viste?

1 comentario:

Pam dijo...

Pase a visitar y me encontre con un Hermoso cuento. congratuleishon flaco!!